La falibilidad propuesta para la ciencia por Karl Popper debe servir a la “historia científica”.
Por: Roberto Gutiérrez Martínez
La palabra “historia” se ha convertido –demeritándola– en un término polisémico por cuanto se le da diferentes connotaciones, basadas siempre en el interés o sesgo que conviene al que la utiliza. Así, se usa y nos llega una “historia oficial”, una “memoria histórica” y hasta una “leyenda”, sea esta última negra o no tan negra. Todas estas alteraciones derivan del interés de grupos de poder político-ideológicos (las más de las veces); económicos o de cualquier otra especie.
Pero el carácter polisémico de la historia se debe también, y en buena parte, a las diferentes acepciones de teóricos como Marc Bloch, de la escuela francesa, para quien la historia es la ciencia de los hombres en el tiempo, que sirve para que “ilumine cierto acontecimiento presente”, prestándose, por tanto, a una interpretación con riesgo de tergiversación. A diferencia de la “escuela alemana”, de la que Leopold von Ranke es uno de sus representantes, y para quien la historia es para contar las cosas tal y como sucedieron en la realidad.
Según el filósofo Schopenhauer la historia estudia a los individuos, los hechos únicos e irrepetibles, y como ambos son generalizaciones, esta es “solo un saber”. Para Juan Brom Offenbacher, de nacionalidad alemana, pero profesor mexicano, la historia es “la ciencia que se propone descubrir y dar a conocer la verdad”. Hay, en síntesis, dos escuelas de historia; la francesa, en la que se permite la interpretación personal del historiador; y la alemana, que se restringe a los que la evidencia documental presenta, sin interpretaciones personales que son, a fin de cuentas, lo que permite los sesgos históricos derivados de la selectividad ideológica con que actúa y propone el historiador. De la escuela alemana se deriva la historiografía; diferente al historicismo que propone un continuismo determinista, en el que normalmente se intenta buscar elementos de identificación nacional, casi siempre románticos. Nos lo recordaba el filósofo argentino Mario Bunge, recientemente fallecido: los requisitos que debe cumplir un conocimiento para ser científico, exige que sea exacto, verificable y falible. Y la historia debe ser así para ser científica; tal como la historiografía lo propone.
El problema es que la historia verdadera se ha tergiversado, dejándose por ello a la interpretación libre de los responsables de darla a conocer, sea en la educación básica e incluso en la universitaria. No se ha respetado el hecho de que la historia es una ciencia, una ciencia social, y que como tal debe cumplir con los protocolos, medios y fines de la misma.
La historia, como ciencia social, se encarga de estudiar y reconstruir el pasado de la humanidad, narrando hechos y sucesos verdaderos (no ficticios). Es ciencia porque tiene un objetivo claro y diferenciado; un método, en este caso la historiografía que describe los hechos y su registro; y, como toda ciencia que se precia de serlo, se puede y debe someter a la prueba de la falibilidad, tal como lo dejó recomendado Karl Popper para las ciencias.
En la historia la falibilidad se realiza a partir de la comprobación sistemática de fuentes variadas, verificables, documentadas y fáctica, por cuanto describen los hechos como son recogidos en fuentes confiables. Se debe y puede comprobar si es falsa. La audacia para el historiador es buscar (y encontrar) diversas fuentes sobre un mismo tema para demostrar su infalibilidad.
Por todo lo anterior, quien se interesa por la historia debe ser cuidadoso de no asumir ciegamente la “historia oficial” que es dogmática y se presenta acorde al interés de quienes la escriben. Baste revisar la historia del siglo XIX de nuestro país, escrita mayoritariamente por liberales. Por ello conviene leer el libro “Rafael Carrera y la formación de la República de Guatemala”, libro impecable y bien documentado escrito por Ralph Woodward, para contrastarla desde la óptica conservadora.
Tampoco es válida la llamada “memoria histórica” por selectiva, ideologizada y tendenciosa. Baste para ello comparar el relato del “Informe REMHI” sobre la memoria histórica publicada en 1980, posterior al enfrentamiento bélico sufrido en Guatemala durante 36 años, versus la historiográfica del profesor Doctor Carlos Sabino. En la primera asumen cerca de 200 mil muertes; en la segunda se demuestra que no llegan a 40 mil. ¡No se interprete mal, pues un solo crimen es deleznable! Pero también lo es la exageración.
¿Y qué decir de la leyenda negra?, ¿especialmente la referida a la conquista española de Guatemala? Baste saber que una leyenda es una narración popular, folklórica, con elementos derivados de la fantasía. Uno de los inspiradores de la leyenda negra de la conquista fue Thomas Gage, reconocido como agente inglés, y por tanto enemigo de la España de su tiempo, quien buscaba suplir a España a favor de Inglaterra en la colonización de América. ¨Para ello se hizo pasar por fraile para justificar su estancia en los territorios indígenas; y a partir de ello construir “leyenda”. Según Thomas Gage el catolicismo estaba marcado por una “moral laxa”; mientras el protestantismo por una moral rígida. Gage traía una intención; claramente fue un “historiador con sesgo”.