Hace cien años —en el decenio de los 20 del siglo recién pasado— se vivían los llamados “felices años veinte”.
Por: Roberto Gutiérrez Martínez
Pasada la primera guerra mundial (1914-1918), la economía norteamericana crecía de forma expansiva y la sociedad disfrutaba del baile del charlestón, de la comunicación telefónica, de la electricidad, del teléfono y todo era abundancia y bienestar. Ello generó una cultura de consumo masivo de bienes y servicios. La humanidad entera, olvidada la guerra, iniciaba una era de bienestar y progreso. Las fábricas funcionaban en cadena a partir del fordismo, esa producción en serie iniciada por Henry Ford y producían mas de lo que el mercado podía absorber; incluso la agricultura, con el invento de los abonos químicos mejorados, generaba mas alimentos de los necesarios para la población la que, disfrutando de paz y futuro, se reproducía con entusiasmo.
Entre los adelantos de la modernidad, la gente compraba al crédito en los nuevos, grandes y relucientes almacenes y supermercados, encontrando enorme variedad de productos en donde escoger. Todo era optimismo y denotaba gran prosperidad. Los bancos norteamericanos, de los que había miles, concedían créditos rápidos y baratos, con lo que las personas se endeudaban fácilmente. En esos años la masa monetaria se duplicó en los Estados Unidos, con lo que las personas percibían que eran ricas, por lo que iniciaron a invertir en la bolsa de valores; aun algunos que no tenían dinero lo prestaban al banco para comprar acciones de la bolsa, endeudándose. Los bancos prestaban dinero para especular, no para inversiones generadoras de productos y empleos. Llegó a haber en el mercado de títulos cerca de nueve mil millones de dólares de dinero “irreal”, sin base económica que lo respaldara. Las acciones de la bolsa crecían por la falsa expectativa de ganancia que el propio crecimiento bursátil creaba. Se formó una enorme burbuja; tristemente sin el sustento necesario.
Finalmente, los títulos bursátiles iniciaron su depreciación con lo que muchos aterrados corrieron a vender sus acciones, hasta que llegó el fatídico 18 de octubre de 1929 (el martes negro), cuando se pusieron a la venta ocho millones de aquellas acciones devaluadas y sin sólido respaldo. El público desconfiado retiraba sus ahorros de los bancos, y estos intentaron recuperar los créditos concedidos a quienes habían comprado acciones. Corrió el pánico. Ello causó la quiebra de cientos de bancos pequeños y medianos.
Como colofón, ante un mercado saturado de productos y servicios, y sin liquidez ni demanda reales, las industrias dieron un parón en su producción, mas de cien mil empresas cerraron operaciones, con lo que los títulos valores que éstas industrias tenían en la bolsa se depreciaron totalmente (parte de lo que antes se dijo), y se vieron incapaces de cumplir con sus deudas bancarias. Inició la suspensión laboral y miles de trabajadores perdieron sus empleos. ¡Se paralizó la inversión!
Cuando los bancos norteamericanos entraron en crisis de liquidez, reclamaron a sus acreedores en el extranjero los recursos que habían prestado para la recuperación de los países destruidos en la guerra, con lo que varios de aquellos grandes bancos europeos colapsaron, y se convirtió en un efecto dominó que se expandió por prácticamente toda Europa y parte de Asia.
Lo interesante es saber: ¿cómo se logró salir de esa crisis que parecía indefinida y pudo haber llevado a la debacle al mundo capitalista?
El Presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt (1882-1945) implementó el “New deal” o nuevo acuerdo, un profundo y estratégico plan de recuperación que bajo la guía del economista inglés John Maynard Keynes promovió una intervención del Estado con grandes inversiones en obras públicas, lo que reactivó el sistema económico, el empleo, el consumo y nuevamente el bienestar. Para ello hubo de arriesgarse con un relativamente alto déficit presupuestario, asunto éste que solo en casos extremos, como el referido, se podría recomendar.
Hoy, cien años después, seguramente no llegaremos a los extremos que se vivieron el siglo pasado, pues el sistema capitalista cuenta con las flexibilidades para prevenirlos. La información es mas oportuna y precisa, las instituciones financieras monitorean constantemente los indicadores, los Estados cuentan con entes supervisores e incluso los consumidores son mas cautos.
En estos días los países más desarrollados sufren una inflación sin precedentes con tendencia a una recesión económica cuyos efectos pueden durar un par de años afectando sin duda a Guatemala. Por ser un fenómeno externo y nosotros altamente dependientes, lo más prudente será que el Estado y la empresa actúen con diligencia, sin provocar cambios en las lógicas macroeconómicas que han permitido la estabilidad que nos ha permitido un lento pero sostenido crecimiento. Corresponde restringir el gasto innecesario, (contención del gasto); invertir en infraestructura vial y portuaria, generando empleos en ello y enfocar en los mas vulnerables los programas sociales. Lo mas importante: ajustar presupuestos y promover la productividad. Con estas medidas puntuales se puede mitigar los efectos del problema que se nos viene.