Según la última encuesta (ENCOVI-Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, 2006), somos casi 13 millones los guatemaltecos, de los cuales 6 millones 625 mil son pobres, y de ellos casi 2 millones extremadamente pobres; es decir, la mitad de nuestra población vive en pobreza, medida esta por el ingreso versus el costo de una canasta familiar, siendo los extremadamente pobres aquellos cuyos ingresos no son suficientes para cubrir la ingesta mínima diaria, calculado internacionalmente como US$1 diario por persona, y los pobres los que perciben menos de US$2 diarios por persona. La encuesta revela también que prácticamente la mitad de los pobres del país viven en las regiones suroccidente y noroccidente, territorio caracterizado por su ruralidad y plurietnicidad.
Los datos de la ENCOVI son más que reveladores e indicativos para la definición de estrategias para reducir la pobreza, pues además de indicar en dónde debe focalizarse los esfuerzos para reducirla, esclarece también, entre otros parámetros, una relación directa entre escolaridad y pobreza. Así, en aquellos guatemaltecos con cero escolaridad la pobreza llega a un 72 por ciento; entre los que tienen primaria incompleta son pobres un 55 por ciento; los que han completado primaria reducen su nivel de pobreza a un 39 por ciento; entre los que han hecho algún nivel de secundaria la pobreza se reduce a un 22 por ciento; y entre los que han completado el nivel secundaria, la pobreza es de únicamente un 8 por ciento. Queda claro, pues, que hay una causalidad clara entre pobreza y educación; por tanto, es allí en donde se encuentra la clave principal para la reducción de la pobreza.
Es, por tanto, obvio que debe promoverse más educación en el interior del país, y especialmente en la región occidental, debiéndose también vigilar por la calidad y pertinencia de la misma, por lo que la participación de los padres de familia en el sistema educativo es imprescindible, para aportarle los insumos que la hagan verdaderamente útil y formadora. El dejar la responsabilidad en un solo sector, como lo ha hecho recientemente el Gobierno en su acuerdo con el magisterio sindicalizado, no es una buena decisión, especialmente para las comunidades del interior del país, en donde el acompañamiento de los padres de familia coadyuvó al cumplimiento más estricto de su función.
En mis visitas al área rural del occidente de Guatemala, las que inicié hace unos 25 años por motivos de identificación y promoción de estrategias para promover desarrollo, encontré reiteradamente la queja de los padres de familia en el sentido que no les interesaba que sus hijos asistieran a la escuela más que para aprender a leer y escribir, especialmente por tres razones: una, la necesidad de que ayudaran en los trabajos familiares; dos, que los contenidos curriculares no les eran pertinentes, y tres, que los maestros no siempre asistían, a pesar del esfuerzo de los niños por recorrer largas distancias para asistir a sus clases. Por ello, me pareció siempre una adecuada modalidad la participación de los padres de familia para garantizar no solo la asistencia de los maestros, sino el coadyuvar para la consecución de la infraestructura y demás medios para facilitar el servicio educativo, así como el aportar la debida pertinencia. El programa de autogestión PRONADE, recién defenestrado permitió llevar a la escuela primaria a más de 400 mil niños del área rural, movilización que hubiera sido imposible con el sistema tradicional público. Y se logró con la participación de los padres de familia, condición básica para que se cumpla el mandato básico en la educación de un país: la participación de toda la sociedad en el sistema.
Es de lógica fundamental que con temas tan trascendentes como la educación no se debe tomar decisiones políticas que atentan contra su eficacia, pues está claro que la educación es el tema más estratégico cuando de reducir la pobreza se trata.