En los últimos años se ha privilegiado el análisis de la variada problemática social, política y económica de Guatemala desde dos perspectivas: una, la que se enfoca en la ruralidad, argumentando que la tierra es la fuente principal de riqueza para todos los que la habitan, y planteando, por tanto, que lo que corresponde es una distribución de la misma. La otra perspectiva es la étnica, y el argumento es la inequidad y discriminación con que los grupos indígenas han sido tratados desde tiempos inveterados. Y ambos análisis son válidos, pues es más que evidente el abandono sufrido por las comunidades indígenas y por los habitantes del área rural en general, en una historia secular de injusticia y falta de ecuanimidad por la miopía de la sociedad y del Estado guatemalteco.
Pero estas formas de análisis plantean dos debilidades: una, el de privilegiar a un grupo en detrimento de los demás, aun cuando el afán sea compensatorio; y el otro, es no tomar en cuenta a los otros grupos que no pertenecen a las etnias indígenas ni a lo rural, pero que igualmente sufren del abandono o desdén de los gobiernos; me refiero a grupos considerados “ladinos”, y a los habitantes de áreas no rurales, como caseríos, villas o aldeas, que no viven de la agricultura, pero que igualmente padecen de pobreza aguda y abandono. Estos casos se hacen muy evidentes en comunidades del oriente del país, o en comunidades no-indígenas del norte de Quetzaltenango, del norte de San Marcos, y de la parte sur de Huehuetenango, entre otras, todos ellos sumamente pobres y abandonados.
Debo aclarar que respeto y admiro al indígena guatemalteco, y reconozco que ha sido objeto de explotación y discriminación; igualmente valoro al guatemalteco del área rural, que carece de servicios y oportunidades para salir adelante, por lo que debemos como país superar esas graves faltas; pero creo que no es sano provocar una discriminación “positiva”, pues ella nos llevará a otras faltas, la principal, olvidar que no solo “ellos” padecen de precariedades. Propongo, pues, otra perspectiva para enfocar el problema: la del análisis entre el centro del país (la metrópoli capitalina con sus municipios urbanizados), y el interior. Y para ello lo más objetivo es verlo a través de las grandes disparidades en la inversión, pues es esta en definitiva la que puede catalizar el desarrollo.
Para ello es necesario tomar como base que la población de la metrópoli hace el 22 por ciento de la población total del país. Y lo preocupante es ver que en ese 22 por ciento de guatemaltecos se invierte el 40 por ciento del presupuesto “social”, es decir, del gasto en educación, salud, vivienda y seguridad. De manera tal que la inversión social per cápita en la metrópoli es casi el doble que la del interior del país, y esto ha sido así por décadas. Y es debido a ello que el índice de desarrollo humano nos arroja un 0.8 para la metrópoli, versus un 0.6 para el interior, siendo 1.0 el índice mayor. Y midiéndolo como pobreza, sabemos que el 7 por ciento de la totalidad de pobres del país se encuentran en la metrópoli, mientras que el 93 por ciento en el interior. De manera que el Estado, para ser justo, debiera invertir sus recursos en proporción a la población, y procurar un desarrollo más acelerado del interior, para “balancear” las oportunidades para los guatemaltecos, evitando así que sigan emigrando del interior a la metrópoli y a Estados Unidos de América más de 25 mil personas mensualmente.
El crecimiento de la metrópoli ha sido un proceso histórico continuado. Veamos tan solo un ejemplo. Según la Reseña de la situación general de Guatemala, escrita por Enrique Palacios en 1863, la capital contaba en ese entonces con 40 mil habitantes, mientras que la ciudad de Quetzaltenango tenía 20 mil; es decir, una relación de 2 a 1. Hoy, 163 años después, Quetzaltenango ha crecido diez veces, mientras que la capital lo ha hecho 100 veces. Y a esta migración continuada han contribuido causas políticas, económicas y de la naturaleza, como los terremotos.
De manera que es obligada una nueva visión de Estado, que promueva el desarrollo de todo el país bajo una nueva filosofía, es decir, con valores que tomen en cuenta que todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y deben gozar de similares oportunidades. Y con el propósito de construir un Estado que permita la mejoría del nivel de vida de todos, sin excepción, no importando lo lejano de su residencia, ni su identidad étnico-cultural. Esta filosofía tiene la ventaja de sacarnos de la visión dicotómica: indígena-ladino, rural-urbano, pues no son estas las únicas diferencias existentes en el país. Esta nueva filosofía de desarrollo se puede implementar promoviéndola desde lo local, es decir, con la participación de los ciudadanos de cada municipio, indígenas y ladinos, urbanos y rurales, procurando que sean ellos quienes planteen sus aspiraciones. Y el Estado respondiendo con sus posibilidades, sin sesgo a favor de grupos diferenciados, sino otorgando la oportunidad de desarrollo a los ciudadanos de todos los territorios, sin distingo alguno.