“Al ganar las elecciones cambian la Constitución y las reglas del juego”
Marzo 2009
Cuando la mediación entre el Estado y la ciudadanía se deteriora por causa de la corrupción o de la incapacidad de los partidos políticos, surge el populismo, que tiene la característica de generar atractivos que no ofrecen las reglas de la vida democrática. La democracia, en términos generales no genera apasionamientos, como sí lo hacen las movilizaciones de los líderes populistas que Latinoamérica ha conocido en las últimas décadas, tal el caso de Fidel Castro, o de Hugo Chávez, o sus más recientes emuladores, entre ellos Ortega en Nicaragua, o Correa y Morales en sud-América. El populismo tiene también la característica de una gran “flexibilidad ideológica”. Así, encontramos liderazgos populistas de extrema derecha o extrema izquierda; militares, como Hugo Chávez, o civiles como Correa. No importa la ideología, la habilidad de sus líderes es movilizar a amplios sectores ciudadanos en sus demandas por sentirse incluidos. El populismo se caracteriza también por su ambigüedad; así, mientras los movimientos revolucionarios se instalan desconociendo la legitimidad democrática de las elecciones y la representatividad que conlleva, el populismo gana las elecciones (casi siempre por castigo al partido en el poder), para luego cambiar la Constitución y las reglas del juego democrático. El populismo también comparte con los totalitarismos el control autoritario, que logra con una especie de plebiscito de las masas que controla.
La experiencia neo-liberal en América Latina no ha logrado superar las desigualdades ni consolidar procesos de desarrollo que alivien significativamente la pobreza. Por ello es que la tentación de líderes populistas está latente en América latina, lo cual demuestra que las democracias que se han instalado después de la época de gobiernos militares-dictatoriales no satisfacen las demandas ciudadanas que, precisamente por la competencia política en épocas eleccionarias, alientan expectativas que van más allá de las posibilidades reales de cumplirlas.
Normalmente el populismo se caracteriza por la aparición de un personaje con características de líder mesiánico, que rechaza la institucionalidad existente y concentra el poder en su persona. Para ello polariza a la sociedad en lo social y en lo político.
El resultado más o menos inmediato en un país dirigido por un populista es el desmantelamiento de todas las instituciones democráticas y de los medios de comunicación. Y la consecuencia es un incremento de la corrupción, y el control estatal de la economía que rápidamente se evidencia con la carestía de productos y el incremento de la inflación. Acompaña su “menú” con el terrorismo fiscal a los opositores, con la eliminación de las instituciones autónomas, el control de medios de comunicación y el control ideológico del sistema educativo. Y, como en el caso venezolano, con una total militarización del gobierno, y la eliminación de los partidos políticos.
El líder populista asume en su persona la “voz del pueblo”, con lo que niega toda posibilidad de negociación política pluralista con otras expresiones; y se presenta al país como “el redentor”. Y para ello promueve las concentraciones multitudinarias, con sus marchas y actos masivos, con lo que logra adhesión y fuertes sentimientos de fraternidad entre los seguidores. Es casi como recrear un ritual de tipo religioso.
El populismo es, sin dudas, el destructor de democracias; y la guatemalteca, aun débil e incipiente, no escaparía a su embate.