“La corrupción, esa putrefacción que falsea objetivos de las entidades, recursos y personas”.
Agosto 2013
Dependiendo de la identidad de los encuestados; de la época en que se consulta a la población; del sesgo de los encuestadores (que puede haberlo); e incluso de la ideología de los “líderes de opinión”, así se define lo que los ciudadanos proclaman como el mayor de los problemas de la Nación. De esa cuenta, puede ocupar el primer lugar la inseguridad o la violencia, la pobreza o la desnutrición, o incluso la desigualdad e inequidades. Pero lo que verdaderamente es nuestro mayor problema, la corrupción, no aparece como el de la mayor preocupación ciudadana, como en mi opinión debiera ser calificada. Más bien, se le ubica en un tercero o cuarto lugar de las grandes preocupaciones nacionales.
La corrupción, esa putrefacción que falsea los objetivos de las entidades, de los recursos y de las personas, contamina todos los ambientes sociales y hoy se puede decir, no sin dolor y vergüenza, que la sociedad guatemalteca está corrompida, pues lo están el sistema político, el sistema legal, el sistema económico, el sistema de seguridad e incluso los particulares. Y aunque el problema no es solo de Guatemala, pues la prensa ha evidenciado que existe en muchos países, la diferencia es que en aquellos hay “indignados” que se manifiestan públicamente contra la corrupción, mientras que en nuestro medio poco se reclama. Ahora mismo, el Gobierno insiste en más endeudamiento y en el pago mediante bonos de una deuda calificada de espuria e ilegal, y aunque hay preocupación por el endeudamiento público y sus consecuencias, poco se dice del uso corrupto y corruptor que sin duda darán a esos recursos. Tenemos que reconocer que en Guatemala la configuración del Estado parece estar diseñada para que los pícaros alcancen sus fines aviesos. A propósito, viene bien recordar la recomendación que hizo Marco Tulio Cicerón hace 2 mil 68 años: “El presupuesto debe equilibrarse, el tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada, y la ayuda a otros países debe eliminarse, para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado” (Año 55 a. C.).
Siendo que el Gobierno es el responsable de la dirección del Estado, su gestión es la que mayor impacto tiene en la sociedad, especialmente por el manejo del presupuesto nacional, mediante el cual debiera invertirse inteligentemente para la reducción de la pobreza. Pero por el contrario, el manejo opaco, de mala calidad, y la falta de certeza de castigo por el mal uso, hace que los funcionarios públicos lo manejen a su antojo, a sabiendas que no habrá denuncias de los ciudadanos por la falta de institucionalidad para el efecto. Y que la sanción, si llega, será siempre mucho menor que lo defraudado y el delito cometido. Hay sobrados ejemplos de lo anterior; por allí se pasean exfuncionarios que cumplieron un reducido encarcelamiento por “buen comportamiento”, haciendo gala de sus millonarios “ahorros” obtenidos de lo robado al Estado y sus instituciones.
El problema de fondo se sitúa en que en Guatemala existe alta tolerancia hacia la corrupción. Esto se puede explicar por varias razones: debido a que ha permeado a todos los estratos, de manera que la sociedad en su conjunto forma parte de ella; debido a la degradación de los valores, al asumirse que el tener es superior a cualquiera otro, sin importar la forma en que se obtengan los bienes; y la carencia de “ciudadanía fiscal”, esto es la creencia de que al no tributar directamente al fisco, los ciudadanos asumen que los recursos que el Estado dilapida no le son onerosos en lo particular.
De manera que a lo que obliga la deprimente situación creada por la corrupción, es a una reflexión profunda de toda la Nación sobre el despeñadero en que nos encontramos, y del que no saldremos si no es con una reacción social y de fondo contra el peor de los males: la corrupción.